Empezar a escribir siempre me produce vértigo, y no porque no tenga cosas que contar o no me guste hacerlo, sino porque el elegir la historia implica eliminar otras que, a la hora de enfrentarme a un espacio en blanco, compiten por nacer, por convertirse, de alguna manera, en reales. Sin saber muy bien por qué, tú permites a una de ellas hacerse dueña de ti, desbancando con su fuerza a otras que, aunque puedan ser más interesantes, no han sido capaces de imponerse. Y sin poderlo controlar surgen las palabras hilvanándose solas y, como en cualquier lucha por la supervivencia, una sensación de angustia, frustración e impotencia, pero también de vida y fascinación, te embarga, convirtiéndote en un medio a su merced. Pero hoy lo tengo fácil, porque hoy, la historia es mía.
Ocurrió en Laponia, en un lugar llamado Rovaniemi, una aldea rodeada de hielo, nieve y de una magia imposible de plasmar con palabras.
Habíamos ido allí con nuestros hijos días antes de Navidad a conocer a Papá Noel, a San Nicolás. Mi marido y yo decidimos organizar este viaje para que los niños vivieran unas fiestas aquel año, primero en el que mi padre no iba a estar, inolvidables.
Y hasta allí nos fuimos llenos de ilusión. Nuestros hijos lo contemplaban todo con sus miradas inocentes, haciéndonos preguntas imposibles de contestar sin la ayuda de la fantasía de aquel lugar.
El grupo que nos acompañaba era muy pequeño. Recuerdo que me fijé en una mujer embarazada que me llamó la atención por estar sola.
Finalmente llegó el día y San Nicolás no nos defraudó, era tal y como siempre lo habíamos imaginado. Su aspecto, su voz, su actitud...todo en Él era como tenía que ser.
Nuestros hijos se quedaron sin palabras al verlo, sus ojos, muy abiertos, transmitían la fascinación y veneración que cualquiera hubiéramos sentido ante un Papá Noel que creyéramos de verdad.
Muy solemnes se acercaron a Él y, cuándo iban a hablarle, un grito ensordecedor rompió aquel silencio único. Todos nos volvimos, la mujer embarazada se retorcía en el suelo agarrándose un vientre que, como si no fuera de ella, se movía a distinto compás. La sangre lo envolvió todo. Instintivamente, tapándoles la cara a los niños, los sacamos de allí. Ya fuera, más serena, decidí volver a entrar.
San Nicolás llevaba en brazos a la mujer, ¡nunca había visto a nadie tan grande! Lo seguí como hipnotizada. Se subió en un coche y, a su lado, me acomodé intentando tranquilizar a la pobre parturienta.
El hospital del pueblo más cercano estaba en un edificio antiguo. Tardamos muy poco en llegar. Cuándo me di cuenta estaba sola con Él, la mujer, entre gritos y enfermeras, había desaparecido. Una emoción intensa me embargó, y sin saber porqué me abracé a Él muy fuerte. No hablamos, sólo nos sentimos. Nuestras almas se unieron de tal manera que todo dejó de existir. No sé cuánto tiempo estuvimos así. Sólo sé que cuando volví al hotel no dije nada, era incapaz de explicar lo ocurrido.
Al regresar a Madrid recuerdo que durante bastante tiempo estuve muy rara. Todo el mundo pensó que la muerte de mi padre me había trastornado? nadie supo jamás lo que realmente me pasaba.
No he vuelto a Rovaniemi. No volví a saber jamás de la mujer embarazada. No he vuelto a verlo a Él. Pero aún hoy es el día que me estremezco cuándo vuelve a mi memoria aquel momento, aquel instante en el que no sé cómo....me enamoré perdidamente de PAPÁ NOEL.
IRIS